Los maestros y maestras saben que el dedo acusador es una constante en sus días laborales. Si hacen paro, porque dejan “abandonados” a los chicos; si son exigentes porque demandan al alumnado más de lo que los chicos pueden dar; si alteran currículas de estudio con temas de actualidad afín al interés adolescente, pasan límites que nadie autorizó; si siguen enseñando Platero y yo es porque no se actualizan; si exigen sueldos dignos, son egoístas con el resto de la sociedad y no tienen vocación de enseñanza (como si la tarea docente fuera un ejercicio de caridad).
La lista de mandatos, prejuicios, exigencias y dobles varas que soporta quien enseña es un ruido polifónico constante. Un staff de coristas que alzan la voz negando las complejidades en las que surfean las y los educadores.
La escuela, por excelencia, siempre ha sido el lugar donde estalla el tejido social cuando hace rato que viene quebrándose. Es la sala de terapia intensiva de la sociedad que construimos. Allí se ve cómo el trazo de lo cotidiano supura en un devenir, a veces, caótico. Y los docentes, además de enseñar, llevan adelante tareas de cuidado y contención que, la mayoría de las veces exceden a su rol y no son reconocidas ni remuneradas.
En este escenario, maestros y maestras, profesores y profesoras, se paran ante un aula de infancias y de juventudes e intentan construir con esas otredades.
Cuando la pandemia puso en jaque al mundo, las escuelas del país cerraron sus puertas. Los y las docentes tuvieron que ejecutar un plan que parecía imposible y, con dificultades, brindaron clases virtuales con la computadora o celular que tenían, con la silla que había en la casa, con los elementos que contaban a mano. Este esfuerzo que, seguramente, fue desigual, según el entusiasmo y posibilidades de cada docente, también fue criticado con ningún ánimo de empatizar con las dificultades y situaciones económicas de quienes se encargan de la educación en nuestro país.
Cuando se decretó el regreso a clases la preocupación en primer plano fue la de la salud de las niñas y niños. Y cómo el alumnado podía convertirse en vector del virus. La matemática de las burbujas y de la rotación de turnos fue trending topic en cualquier charla familiar o chats de ma-padres que se activaron efusivos. El interés social no fue el mismo para el devenir de los docentes.
Marzo dejó 8 docentes fallecidos por Covid. La noticia volvió a poner en el ring a gremios y autoridades. Desde las plateas, quejas y contraquejas aparentaban que ahora sí se estaba tomando en consideración a los docentes cuando aún no cuentan con un porcentaje aceptable de vacunación. La batalla de quiénes tienen la culpa o no aún no tiene un resultado definitivo. Mientras tanto, los trabajadores de la educación siguen viajando con colectivos repletos de pasajeros y ventanas cerradas. Pasan de un colegio a otro para sumar horas y engordar un salario que siempre es poco. Analizan técnicas para hablar con barbijo y máscara sin dañar la garganta y la voz. Y atienden el WhatsApp las 24 horas porque, a veces, hay niños, niñas y jóvenes que sólo tienen la escucha de una maestra o maestro.
Fuente: La Voz