Eduardo Casas
Estamos próximos a celebrar la solemnidad de Pentecostés. Esta fiesta cristiana tiene su origen en la fiesta judía de Shavuot también llamada “Fiesta de las semanas”, ya que se celebra cincuenta días (siete semanas) después de la Pascua (Pesaj).
Pentecostés es un nombre que se deriva del griego ya que, en la Antigüedad, los judíos que vivían en la comunidad de Alejandría que hablaban griego le cambiaron el nombre, aludiendo a los cincuenta días. Esta era una fiesta agrícola ya que la cultura judía de entonces era una sociedad agrícola que dependía de los frutos de la tierra. En primavera, cuando el trigo, la cebada y los frutos maduraban se le daba las gracias a Dios, llevando al Templo de Jerusalén los dones de la tierra y del trabajo del hombre. Con los primeros frutos, lo que llamaban “las primicias”, hacían una ofrenda vegetal como acción de gracias al Dios Creador y Providente.
Pentecostés es -para los judíos- la segunda fiesta del calendario, la fiesta de la cosecha en la cual se pone término a las actividades agrícolas. Recordemos que, en la primera Pascua del pueblo de Israel, cuando salió de Egipto, después de atravesar el Mar Rojo, los judíos estuvieron cincuenta días caminando hasta llegar al Monte Sinaí, donde Dios les dio los Mandamientos, la esencia de la Ley religiosa y allí selló la Alianza con su pueblo.
El cristianismo resignificó esta fiesta judía celebrando en ella, no ya las primicias de los frutos de la tierra, sino la primicia del fruto de la misión de Jesús: su Espíritu Santo. Así como el judaísmo celebra, en esta fiesta, la Alianza de Dios con su pueblo a través de la Ley; de manera análoga, los cristianos celebramos la Alianza definitiva entre Dios y su pueblo realizada por Jesús en cumplimiento de la profecía del libro de Jeremías en la cual se prometía, de parte de Dios, una Alianza escrita espiritualmente en los corazones y no en las tablas de la Ley (cf. Jr 31,31-34).
El Pentecostés cristiano festeja esta Nueva Alianza celebrada por Jesús; exalta al Espíritu que la inscribe en los corazones y conmemoramos el origen, de algún modo, del nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia.
El cristiano ya no da gracias a Dios presentando la ofrenda de los frutos de su tierra (el Pentecostés agrícola del Antiguo Testamento), sino que da gracias a Dios por el “fruto” del cumplimiento pleno de misión de Jesús que concede el Espíritu.
Pentecostés, como todos los misterios de Dios, no es un acontecido pasado, sino que, de muchas maneras, algunas perceptibles y otras no tanto, sigue aconteciendo en la Iglesia para que continúe universalizándose y sigue sucediendo en la vida personal de los creyentes.
El Pentecostés de este año ciertamente se da en un escenario del mundo y de la Iglesia distinto por la situación de la pandemia. Es por eso que, con discernimiento, debemos contemplar al Espíritu de Dios y contemplar el presente y preguntarnos qué es lo que quiere mostrarnos ahora el Espíritu, tanto en el mundo como en la Iglesia, ya que hay momentos en los cuales la Iglesia transita -de una manera particular- el camino de la humanidad.
Es preciso que los creyentes podamos dejarnos interpelar y leer el hito histórico de la pandemia como un “signo de los tiempos” en el contexto actual. Sabemos que el Espíritu de Dios nos invita, en este presente, a repensar todo: nuestro modo de relacionarnos con nosotros mismos y entre nosotros, con la naturaleza, con la sociedad, con la Iglesia y con Dios.
Este momento es una oportunidad única para que repensemos críticamente nuestro modo de vivir, nuestra condición humana y nuestra fe. La pandemia es el fin de un mundo estructural que deja de funcionar y el fin de un ciclo con sus paradigmas que comienzan a no ser portadores de sentido y se requiere inventar culturalmente otros lenguajes para las nuevas realidades que advienen.
La pandemia ha puesto al descubierto la fragilidad de todo nuestro sistema global y su contrato social. Hay que ensayar nuevas respuestas que nos han dejado las grandes preguntas que, como sociedad, nos hemos hecho en este tiempo. Estamos ante un desafío histórico que requiere un salto cualitativo y audaz hacia otra dirección, una orientación totalmente distinta.
Es un momento propicio para comenzar a diseñar y crear un nuevo sistema, una nueva estructuración, un nuevo orden mundial. Eso es lo que se hizo en distintos momentos de inflexión histórica. También ahora se puede hacer. No hay que apuntalar y remendar las estructuras y organizaciones averiadas para que sigan siendo lo mismo. Tengamos la valentía de crear algo realmente distinto. Hay que generar un camino de profunda reflexión y de construcción colectiva.
En este momento lo más importante es aquello que aún no vemos, aquello incluso que aún no existe: aquello que, entre todos, podemos crear, inventar, diseñar y construir. Hay transiciones históricas en las que la humanidad se autopercibe como lo que realmente es: una sola comunidad humana, un solo colectivo global.
Es tiempo de aprender a vivir de manera diferente. Tenemos que sobrevivir esta pandemia para poder vivir, como sociedad y como Iglesia, a partir de un cambio real y radical. No importa que sea progresivo y lento. Lo importantes es que sea consciente y sostenido.
Ojalá el Espíritu de Dios que sigue escribiendo con sus trazos invisibles las entrelíneas de la historia que escribimos los seres humanos nos permita interpretar esta hora tan importante de la humanidad y de la Iglesia como un Pentecostés en el cual cada uno, con su propia lengua y cultura, pueda abrirse a los otros y abrir las fronteras que nos impiden crecer en la conciencia y en la experiencia de ser, esencialmente, una sola humanidad dispersa a la que el Espíritu convoca y hace, en unidad y pluralidad, una mayor comunión. Por algo estamos pasando, como humanidad entera y sociedad global, este momento histórico único y singular. Dios nos lo confía para ser mejores.