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Espiritualidad del consuelo en tiempos de pandemia

Eduardo Casas

La pandemia actual que ha tomado gran parte de la humanidad nos permite, como creyentes, no permanecer indiferentes ante tanto sufrimiento humano, sino plantearnos activamente nuestro posicionamiento frente a él.

Este posicionamiento nos revela profundamente cuál es nuestra actitud frente al misterio de Dios (el Dios revelado en Jesús, en su Cruz y en su Resurrección)  y frente al misterio sufriente de millones de seres humanos.

La consolación es una respuesta creyente y una actitud humana frente a esta situación. Muchas veces entendemos la consolación como una virtud humana y cristiana que reconforta el sufrimiento ajeno.  Una virtud en la cual muchas otras brillan: la esperanza, la fortaleza, la misericordia, la ternura, la compasión, la solidaridad, la empatía, la contención, etc. En definitiva, la caridad o el amor, síntesis de todas las virtudes ya que la consolación es una forma especial de caridad, una manera privilegiada de amor que tiene tantas posibilidades de creatividad como el Espíritu suscite en cada corazón. Lo importante es que cada uno encuentre, en estas circunstancias, “su” particular y singular manera de consolar;  “su” manera concreta de amar.

Estamos ante una situación que nos permite resignificar lo que entendemos por consolación. Como toda virtud, también esta tiene una dimensión personal y una dimensión social. Hay quienes se quedan solo en la dimensión personal y hay quienes les interesa solo la dimensión social de dicha virtud. Las dos dimensiones son necesarias y complementarias.

Lo cierto es que no hay consolación en abstracto y en  general. La consolación es una de las más hermosas formas en la que la esperanza se combina creativamente con el amor. La esperanza es el corazón del amor y el amor es el motor de la esperanza. Sin esperanza y sin amor, no hay consolación posible.

La consolación verdadera surge de la Cruz, ya que es un amor sufriente que acoge el sufrimiento de todo otro amor. No es necesaria la consolación en el disfrute, en el gozo, en el bienestar y en la alegría. La consolación es necesaria siempre para alguna herida, alguna dolencia, alguna forma de pobreza y de vulnerabilidad; en definitiva para algún sufrimiento.

Ciertamente podemos consolar con el corazón herido y desgarrado, confundido y angustiado, entristecido y agobiado. Podemos consolar porque no somos nosotros los dadores del consuelo, sino Dios.

En el ámbito sobrenatural muchas veces damos lo que no tenemos. Se puede dar luz cuando estamos en oscuridad. Se pueda dar paz cuando estamos perturbados. Se pueda dar esperanza cuando estamos desesperanzados. Se pueda dar fuerzas cuando somos débiles. Se pueda dar consuelo cuando se está desconsolado. Se puede dar amor cuando no se recibe amor.

Que la contemplación de la Cruz y del Traspasado (cf. Jn 19,34; Ap 1,7) nos enseñen el verdadero secreto de la consolación que nace de la fe, la esperanza y el amor.

En las heridas del Señor recibimos consuelo: “sus heridas nos han curado” (1 Pe 2,25; Is 53,5). En estos contextos debemos pensar que hay muchos ciudadanos de los cuales, sean creyentes o no, recibimos nosotros, directa o indirectamente, consuelo:  médicos, enfermeros, camilleros, bioquímicos, farmacéuticos, agentes de salud en general, los que realizan la limpieza de los hospitales, los científicos e investigadores, los docentes, los policías y agentes de seguridad, los políticos y gobernantes, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los camioneros y transportistas que llevan alimentos y artículos de consumo, insumos sanitarios y otros elementos para la subsistencia diaria, los recolectores de residuos, los comerciantes y empresarios, los periodistas y comunicadores sociales, los administrativos de numerosas organizaciones, los recepcionistas de hoteles y atenciones telefónicas de diversos servicios, los miles de hombres y mujeres que anónimamente, desde sus hogares y trabajos, realizan acciones solidarias, entre muchos, muchos otros que otorgan su vida, su tiempo, su talentos, su trabajo.

Todo ese entretejido humano forma una red que permite el sostenimiento de la vida y la salud de todos. Ellos, de una u otra forma, se han vuelto invisibles e imprescindibles para todos nosotros, los que debemos estar resguardados en una solidaria cuarentena de prevención. Todos ellos, de algún modo, son los que nos están consolando, haciendo lo que deben hacer y, además, dejando una palabra de aliento entre barbijos; una mirada silenciosa que abraza en reemplazo del contacto humano; una presencia que alivia entre tanta prolongada ausencia.

Toda la sociedad, tirando hacia un mismo lado, forja una red de ayuda, de resguardo, de protección, de contención y de consolación.

El Dios en quien creemos está donde está cualquier presencia humana digna y sagrada y especialmente donde esa presencia pueda estar sufriente y crucificada. Somos testigos de una consolación para el sufriente que es víctima del virus y está enfermo (y que está mucho más aislado que aquellos que estamos haciendo el aislamiento social); para las familias que han perdido alguno de sus miembros; para el personal sanitario que está infectado; para los que están lejos de sus afectos, de sus hogares, de sus ciudades o de sus países; para los que están solos en sus domicilios y no siempre tienen alguien cerca; para los adultos mayores que sienten temor por su precariedad inmunológica; etc.

Estamos siendo cuidados y consolados mucho más de lo que podemos darnos cuenta. La consolación no es un privilegio social de algunos. Es para todos. Si somos consolados por Dios a través de tantas mediaciones humanas, nosotros -como seres humanos sensibles y como creyentes- debemos estar a la altura de la hora de la consolación. Los tiempos de pandemia son tiempos de una verdadera consolación.

Contemplar la Cruz de Jesús y la Cruz del mundo infectado, enfermo y agonizante es abrirnos a la paradoja de la esperanza porque el amor nos salva a todos juntos, como ya lo hizo en la Cruz del Señor, salvándonos de la pandemia del pecado y de la indiferencia. La consolación es el rostro humano de la misericordia.