Lic. María José Milani
En este espacio nos proponemos mirarnos a nosotros mismos, en nuestra tarea de padres o de educadores, para tratar de descubrir pistas para acompañar a los niños/as y adolescentes en su desarrollo vital, en tiempos inciertos como el que desde hace un par de años nos toca transitar, como en aquellos también cargados de contradicciones y en permanente movimiento de la cultura actual en general.
Para comenzar deberíamos reconocer y aceptar que hoy el modelo de referencia social del éxito y de lo saludable -también para nosotros los adultos- es “ser joven”[1]. Nuestra búsqueda ilusoria de lograr el no paso del tiempo imprime a nuestros vínculos entre adulto/as y jóvenes /niños, ciertas características:
- Vivimos la puesta de límites como pulseada,
- Oscilamos del cuidado al desamparo,
- y tomamos prestado el juvenil “todo bien” como pantalla.
Imaginemos, por un momento, cómo sería una casa sin padres, un hospital con niños médicos, una escuela con un director adolescente, un shopping gerenciado por niños. Parece un disparate, y sin embargo -miradas con detenimiento- nos acercamos un poco a situaciones así toda vez que alguno de los adultos involucrados, nos apartamos de “nuestro lugar” y asumimos una pretendida actitud juvenil.
Entonces es tiempo de preguntarnos: ¿Cuál es el lugar de los padres, del adulto, para las generaciones que nos siguen? ¿es el de acompañar al joven en su acceso al mundo de la cultura y al mundo social?
Desde lo corporal enseguida salta a la vista que así es: tenemos la fuerza que se requiere para levantar en brazos a un bebé; hemos realizado adquisiciones como el equilibrio, la coordinación motriz para enseñarles a caminar, a andar en bicicleta, a conducir. Desde el punto de vista de la experiencia hemos vivido amistades y enemistades, hemos pedido perdón a alguien para reconstruir una relación; conocemos el valor de reconocer la autoridad y de defender nuestros derechos; y podemos mostrarles entonces el valor de la participación, la solidaridad, etc.
¿Cómo ayudarlos a recorrer, en definitiva, el camino a la adultez? Una adultez, por otro lado, “desprestigiada”, en la que ni siquiera nosotros mismos estamos seguros de querer permanecer, ya que la posmodernidad nos instala en el centro de una contradicción: funcionar como adultos, a pesar del impulso a permanecer en la eterna juventud.
La lógica de consumo que nos atraviesa nos hace correr detrás de lo nuevo solo porque es nuevo (y no porque es necesario), imprimiendo a nuestros días una vivencia de fugacidad y de impaciencia: cada vez nos resulta más difícil acompañar procesos (menos comidas caseras y más fast-food; cursos a distancia para agilizar el estudio, celulares que ahorran los pasos del encuentro con el otro).
Los procesos más “humanos” tales como el vincularnos, el aprender, la creación o la producción terminan por crear una “realidad virtual”. Incluso nos cuesta esperar y respetar los s: los del crecimiento, los del dolor, de las relaciones. Cuando esta vorágine se acentúa y nos aturde en su propio ritmo provoca en nosotros angustia y un intenso sentimiento de vacío existencial.
Las circunstancias generadas por la pandemia han agudizado algunas de estas experiencias y han planteado nuevas. Ocupados en reinventar el trabajo, repensar la organización familiar, acompañar a los adultos mayores de nuestras familias, en la zozobra de una frágil situación económica del presente y del futuro; nos encontramos en la tensión entre construir una vida cotidiana que ofrezca cierto bienestar y seguridad, en medio de un océano de incertidumbre.
La crisis sanitaria, como uno de esos acontecimientos que irrumpen imprevistamente (como la guerra, como las catástrofes, etc.), activa un registro inmenso de experiencias humanas: el temor, la incertidumbre, la solidaridad, el compromiso con la presencia en la vida de los otros más vulnerables, el cuidado, las previsiones, el testarudo empeño por ocupar el tiempo y los espacios con serenidad y esperanza.
Desde esta profunda experiencia de malestar y de abismo interior ¿podremos sentirnos capaces de andamiar el camino de otros más jóvenes, inexpertos, con menos herramientas y con más futuro por construir?
Tal vez podamos volver a “saborear” nuestra adultez al revalorizar o recuperar la capacidad de ser sostén para otros. Erikson plantea una tarea para cada etapa de la vida. Según el autor si atravesamos bien por un estadio, llevamos con nosotros ciertas fuerzas psicosociales que nos ayudarán en el resto de los estadios de nuestra vida. Por el contrario, podremos desarrollar mal adaptaciones, así como poner en peligro nuestro desarrollo hacia delante, si no los resolvemos adecuadamente.
Hoy la invitación es a correr la mirada de los desafíos vitales que afrontan los/as chicos/as y centrarnos en los nuestros, la tarea propia en la adultez media (20 a 50 años) para convertirnos en adultos saludables. La tarea fundamental aquí es lograr un equilibrio apropiado entre la productividad (también conocido en el ámbito de la psicología como generatividad[2]) y el estancamiento. La productividad es una extensión del amor hacia el futuro, tiene que ver con una preocupación sobre la siguiente generación y todas las demás futuras, de generar vida para los que nos siguen. El estancamiento, en cambio, conlleva la “auto-absorción”: cuidar de nadie.
El “cuidar de otros” es la fuerza psicosocial que nos deja el paso por la adultez. Sin embargo, sabemos bien, que no es un cuidado depositado solo en las seguridades físicas (edificios, asistencia material), sino y sobre todo, el cuidado como un vínculo de protección, en el que la vida asume un valor central.
Hoy sostener pasa por construir el relato que cobija, que explica sin asustar ni inundar lo que se está viviendo (en la familia y en la sociedad), que da sentido a los tiempos de espera[3], que ofrece herramientas nuevas para aprender, que alienta descubrir nuevos juegos y modos de jugar y de encontrarse con otros, etc.
El momento social nos convoca a desplegar más que nunca el potencial que, como generadora de sentidos, tiene la alianza entre la familia y la escuela, y que puede constituir un aporte singular a las estrategias sociales de cuidado sanitario. Hoy la función de la prevención se ha convertido en una mucho más amplia y comprometida estrategia de cuidado social. Familia y escuela, en corresponsabilidad, pueden sumar una racionalidad saludable y comprometida con el bienestar de muchos.
Sostener el desarrollo vital de niños/as y adolescentes -ellos mismos en escenarios dinámicos-; sostener en una cultura atravesada por imperativos y contradicciones; sostener en tiempos de pandemia, se hace factible si hay un Otro que mantiene algún grado de integridad. Otro, padre, madre, educador, que puede narrar y resituar el riesgo, que distingue alarma de resguardo, que frente a la confusión muestra horizontes claros, que ofrece otros significantes y explicaciones posibles, que alienta a soñar un proyecto de vida, a través de un relato que explica y que, en definitiva, cuida.
Sin embargo, es indispensable hacernos una advertencia: si las formas de cuidar que actuamos con los niños y los jóvenes brotan de la percepción de nuestra propia adultez como plagada de inseguridad, estancada, o absorbida en la impaciencia, generan una vez más malestar y angustia. El cuidar de otros debería, en cambio, surgir de nuestras propias fortalezas, de nuestras propias certezas y de una creciente consciencia de nosotros mismos como capaces de sostener.
Una estructura sólida, un andamio fuerte, posibilita una construcción bien armada. Un andamio enclenque, en cambio, degenera o debilita la construcción que pretende sostener. Pensarnos como andamio, es profundizar sobre nuestras propias bases: ofrecer las convicciones que tenemos, las herramientas que hemos adquirido, las experiencias que hemos vivido como un muro, desde donde niños y adolescentes puedan aferrarse.
Muchas veces nuestros hijos/as nos dicen de maneras diferentes -a veces explícitas, a veces encubiertas- que sostengamos sus manos, para no caer, para no perderse, para encontrar el rumbo. Responder al “no me dejes caer” es, al mismo tiempo, nuestro desafío y nuestra realización como adultos.
Me decías cabecita loca
Por seguir mis sueños
Por romper las olas
Me defendía con mis alas rotas
Contra la corriente vuela, vuela
mariposa
Eras mi ángel de la guarda
Sobrevolando mis horas bajas
Eras la música del alba
La lluvia cuando estalla
Sálvame, no me dejes caer
Artista: Amaral
Album: Una pequeña parte del mundo
Canción: Cabecita loca
[1] Para profundizar este argumento ver Margullis, “La juventud como construcción social”
[2] para profundizar sobre las tareas propias del desarrollo de las personas en cada etapa ver Erikson, Identidad, Juventud y Crisis
[3] Una película que recomendamos para un momento de reflexión de los padres y madres es La vida es bella, centrada en la construcción de un relato/juego que sostiene a un niño y le permite sobrevivir a los horrores del Holocausto.