Hemos aprendido que la escuela sola no puede y que sin la escuela no se puede. Y no es poco
Pensar y escribir mientras transcurre la turbulencia de la segunda ola (que no promete ser la última) obliga a subrayar lo que venimos aprendiendo. Es un modo no sólo de atemperar la angustia, sino de crecer y resignificar nuestras vidas.
Sabemos que el virus enferma y tiene la posibilidad de matar. Pero no es su única acción.
El virus nos empuja a acciones y reflexiones necesarias: a pensar y ocuparse en nuestra salud y la del otro. A implementar medidas de higiene que seguramente serán parte para siempre de nuestra cotidianeidad. A revisar las elecciones de vida que habíamos hecho pre pandemia y decidir si las sostendremos o las cambiaremos por otras.
Pocas veces la finitud se instaló para cuestionarnos nuestra relación con la vida y con la muerte.
Al impactar en la escena familiar, el virus: produjo más encuentros y desencuentros; reformuló el sentido de la relación familia-escuela; favoreció en muchos casos un mayor acercamiento al modo de aprendizaje de los hijos, clarificando posibilidades y dificultades; enfocó la lupa sobre el tiempo y la calidad de ese tiempo dedicado a los vínculos fundantes; originó preguntas y cambios interesantes sobre rutinas, hábitos y rituales familiares.
Todo esto se tradujo en consultas cada vez más frecuentes sobre cuestiones de crianza, más que sobre el desempeño escolar de los hijos.
Al impactar sobre la escena escolar, generó interesantes diálogos acerca de lo virtual y presencial, la viabilidad de la escuela en casa. Y no sólo entre docentes del mismo nivel o establecimiento, sino con colegas de otras partes del mundo. No recordamos otro momento de tanta conversación y del establecimiento de redes para compartir lo que se iba aprendiendo.
Mostró la necesidad del trabajo colectivo, de pensar juntos la experiencia, de compartir estrategias. Imposible pensar el trabajo docente en soledad o de cada quien con su propio manual de estrategias.
Permitió pensar cuánto de “no normal” había en la anterior “normalidad”: deserción escolar, aburrimiento, desfallecimiento del interés por la lectoescritura, escaso reconocimiento social del docente, infraestructuras precarias (por nombrar algunas).
Y CÓMO SIGUE
Hoy la incertidumbre continúa.
La presencialidad se suspende en algunas zonas del país o corre riesgo de perderse en otros, mientras muchas burbujas se aíslan a repetición en algunos colegios, por lo que cada docente intenta hacer de cada encuentro (real o virtual) algo importante y valioso para sus alumnos.
Ha sido un buen aprendizaje sentir que hay que aprovechar al máximo lo presencial para (entre otras cosas) clarificar lo que después deberán abordar virtualmente para reducir la ayuda parental y construir la ansiada autonomía del aprendiente.
Ha sido un buen aprendizaje revisar los currículos, priorizando los contenidos emergentes sobre los clásicos que se repiten año tras año y que no implican un trabajo de construcción individual y colaborativa.
Y ha sido un buen aprendizaje tratar de atravesar las pantallas con la emocionalidad, para llegar a los alumnos, conmoverlos, apasionarlos y desafiarlos a fin de que no se desconecten de la escuela, para que no apaguen su deseo de aprender y así, al volver a la presencialidad, tenerlos dispuestos y atentos, porque el proyecto, el trabajo, no se interrumpe.
En definitiva, hemos aprendido que la escuela sola no puede y que sin la escuela no se puede. Y no es poco.
Fuente: La Voz