Las nuevas sociedades proponen que todos, cualquiera sea su edad, tengan voz y algún tipo de voto, haciendo circular la educación recíproca.
Educación es una palabra compleja, infaltable en cualquier discurso que aborde problemas sociales y en toda discusión sobre conductas infantiles. Sus significados son múltiples; los beneficios, innegables, y su ausencia, un estrago.
El arcaico concepto de educación asimétrica fue gradualmente reemplazado por el de educación recíproca, que considera que el conocimiento surge de diversas fuentes y atraviesa a las personas hasta transformarlas en algo diferente de lo que eran antes de cada experiencia.
Bajo ese paradigma, grandes y chicos parecen haber acordado hace tiempo intercambiar educación dejándola transitar libremente por hogares, escuelas, clubes y demás sitios de encuentro humano.
Resulta curioso que mientras los mayores se preocupan por estudiar cómo educar, los pequeños lo hacen de modo espontáneo y desde el inicio. Apenas el cuerpo de una persona gestante avisa, un minúsculo puñado de células enseña que sus progenitores son fértiles y eso los tranquiliza –y modifica– para siempre.
Durante la gestación, siguen circulando aprendizajes mutuos. Con cada mes y centímetro de panza ganados, todos muestran una nueva versión de sí mismos. Terminado el embarazo –y sus idealizaciones–, padres y madres aprenden que deben hacer lugar en sus vidas a los intrusos; niños y niñas que enseñan modificando intempestivamente los horarios, trastocando descansos y comidas, reordenando prioridades y hasta postergando deseos.
Semejante aprendizaje requiere de tanto amor como indulgencia para ser tolerado.
Hasta aquí, nada es sorpresa; ya los amigos y parientes habían advertido que “los hijos te cambian la vida”. Lo que en realidad parece definir la novedad es la simetría en la educación planteada en el seno de las familias a partir de la horizontalización de los vínculos cuando los menores opinan.
Las nuevas sociedades proponen que todos, cualquiera sea su edad, tengan voz y algún tipo de voto, haciendo circular la educación recíproca. En ese sentido, los supuestos grandes se refugian en certezas que dan seguridad, mientras que los supuestos chicos alborotan y causan zozobra. Es entonces cuando cada hogar se convierte en un sitio de aprendizaje continuo.
Los chicos se educan si se sienten cuidados; y educan si son escuchados.
Durante la infancia, cuentan con el desparpajo exacto para cuestionar a sus mayores; así aprenden a diferenciarse y obligan a rumiar errores adultos. Con frecuencia desempolvan situaciones familiares inconclusas y, a su manera, las resuelven.
Ya en la adolescencia, suelen educar repitiendo desplantes que alguna vez hicieron sus padres. Cuestionan y desafían, pero escondidos en las redes sociales, donde encuentran todas las respuestas. Por eso raramente preguntan, sólo afirman. Es entonces cuando los padres aprenden otra forma de paciencia; una manera nueva de respirar profundo.
Es posible pensar en las familias constituidas en este siglo como núcleos que naturalizan el intercambio educativo porque están convencidos de que, en algunos temas, todos parten del mismo punto de largada. Inevitablemente, esto resiente algo de la autoridad adulta, ese antiguo mandato que consideraban indispensable para educar.
Pero, ¿no es acaso ese el peaje que se paga por transitar este siglo? ¿Por respetar todo lo que los hijos tienen para enseñar?
Fuente: La Voz