Eduardo Casas
En medio de esta pandemia que, aún seguimos transitando, los creyentes celebramos la Resurrección y la vida que es el mismo Señor Jesús en su Pascua.
Debemos encontrar en este misterio de nuestra fe, la respuesta al drama común que ya se percibe en todas las dimensiones de la existencia: crisis social, económico-financiera, sanitaria, educativa, laboral, productiva, etc.
Seguramente vamos a salir de este momento tan complejo. Para eso, entre otras cosas, ciertamente necesitaremos tiempo para decantar todo lo vivido y sufrido. De nosotros depende que salgamos renovados, purificados, crecidos y humanizados. Debemos asumir el aprendizaje de una sociedad que está dispuesta a cambiar, a replantearse prácticas y conductas sociales. Seríamos necios y torpes si no capitalizamos lo acontecido, lo vivido, lo sufrido y lo esperado. El reto de la humanidad a partir de ahora es enorme porque tenemos conciencia de ello. Este ha sido un punto de inflexión, dramático, importantísimo y crucial. De nosotros dependen los aprendizajes y los cambios.
Los creyentes que confesamos al Resucitado nos queda un compromiso con la transformación de la conciencia social, con el impacto para el cambio de la realidad y con la vida aún mucho mayor que antes. La pandemia nos plantea a fondo, no solo lo que es la vida y todos sus derechos sino, además, la defensa de toda vida y de toda persona.
Ojalá como sociedad se nos abra, a partir de lo vivido, un camino de resurgimiento, de renacimiento y de resurrección, entonces no habremos vivido la pandemia en vano. No habremos vivido esta noche de incertidumbres sin ver el amanecer y escuchar una voz que nos diga “no temas”, la tumba ha quedado vacía, la muerte ya no está aquí.
Tenemos la ocasión de aprender del sufrimiento colectivo vivido y estar a la altura del momento histórico que estamos globalmente protagonizando. No hay que soñar ingenuamente con utopías, sino trabajar para que el cambio sea posible. No hay que esperarlo. Hay que accionarlo. Hay que hacerlo. Hay que protagonizarlo. Es preciso trabajar para que los cambios posibles se realicen. No hay que esperar pasivamente, sino generar las condiciones para que se den los cambios y ejecutarlos en acción. Los sueños no se realizan por haber sido soñados y anhelados sino, primero, por haber sido vividos. Al menos vividos por alguien que luego inspira a otros. Los sueños colectivos se forjan. Se hacen en cadenas y en redes. Se construyen entre todos. Se cuidan.
Estamos en ese tiempo en que es posible que así sea, si nosotros decidimos que lo sea. Jesús resucitó y su presencia viva atraviesa toda la historia, todos los tiempos, todos los espacios, todas las culturas y todas las vidas hasta el final de los siglos: “yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,20). Esta promesa del Resucitado se cumple cada día sobre el mundo. Amén.