Homilía de la Misa Crismal (01. 04. 21)
Queridos hermanos todos, especialmente queridos hermanos obispos, sacerdotes, diáconos y seminaristas:
Aún en medio de las restricciones que imponen las medidas sanitarias como consecuencia de la pandemia del coronavirus, es una alegría encontrarnos nuevamente en torno al altar en nuestra Iglesia Catedral para celebrar la Misa Crismal, algo que no pudimos concretar el jueves santo del año pasado. Damos gracias al Señor por este don, por este regalo, que nos permite experimentar una vez más nuestra fraternidad.
Agradezco especialmente la presencia y la compañía del Sr. Arzobispo emérito de Mendoza, Mons. José María Arancibia y del Obispo emérito de Villa María, Mons. José Ángel Rovai.
En nombre de la Arquidiócesis y del presbiterio doy una cordial bienvenida a todos los sacerdotes miembros de órdenes y congregaciones religiosas, o de otras instancias eclesiales, que el año pasado y este año se han incorporado a nuestra Iglesia local y a su presbiterio.
Queremos recordar especialmente a nuestros hermanos sacerdotes que partieron a la casa del Padre en 2019 y 2020. Al P. Norman Buttler, de los misioneros de La Salette, hombre bondadoso y que aun sabiendo de lo delicado de su enfermedad, eligió permanecer y morir en la Argentina, su segunda patria. Al P. Augusto Bazán, destacado por su constante bondad y celo apostólico. Al P. Eduardo Bernacki, que sobrellevó pacientemente su larga enfermedad psíquica. Al P. Aldo Giolitto, pastor bondadoso y entregado en la animación de su parroquia de Nuestra Señora de la Misericordia, de barrio Ameghino. Al P. Víctor Acha, catequista destacado y dedicado, víctima de un accidente vial. Al P. Germán Fernández, de los Oblatos de María Inmaculada, afectado por el coronavirus, sacerdote bondadoso y servicial hasta su último aliento. Al P. Ramón Sánchez, víctima también del coronavirus, sacerdote destacado por su prolongado y generoso servicio en la ciudad de La Falda. Amigo sincero, anfitrión acogedor y por sobre todo, sacerdote fiel.
A todos estos hermanos fallecidos los encomendamos al Señor Jesús, para que les conceda la recompensa prometida a los pastores buenos y fieles. Suplicamos también, una vez más, por el fin de la pandemia que nos aflige y que aflige a todo el mundo.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos habla de unción y de consagración. De la unción y consagración del Mesías; de la unción y consagración del pueblo de Dios.
Una unción del pueblo que es, ante todo, “exterior”, con el crisma -que en instantes vamos a bendecir nuevamente- pero que es signo de una unción “interior” a imagen de Jesús, sobre el cual reposa la abundancia del Espíritu Santo.
Una consagración que implica una dedicación a Dios, una “apropiación” por parte de Dios de quien es consagrado, pero una apropiación que no es de dominio, sino al contrario de regalo, de regalo abundante y precioso. Viene a la memoria aquí, lo que el Padre misericordioso de la parábola dice al hijo mayor: “hijo, todo lo mío es tuyo” (Lc 15, 31). Es más, quedamos plenamente revestidos de Cristo en todo nuestro ser, el Hijo que nos hace hijos, pasando a ser templos vivos.
En estos tiempos de pandemia y ante las medidas sanitarias y pastorales, algunas personas han manifestado objeciones y resistencia a recibir la comunión en la mano. Algunos han señalado como razón de su dificultad: “nosotros no estamos consagrados”… Nos preguntamos: ¿y el bautismo, y la confirmación? Además, por otra parte es preciso reconocer que la lengua no es más digna que la mano, miembro del cuerpo todo él ungido y consagrado, como venimos diciendo.
Todo el pueblo de Dios está ungido y consagrado, así nos lo insinúa claramente, en la segunda lectura, el libro del Apocalipsis. Debemos admirar esta obra de la bondad y misericordia de Dios. De aquí deriva el respeto y la delicadeza que nosotros, los obispos, los sacerdotes y los diáconos debemos procurar tener en nuestro trato pastoral. Debemos ser en verdad ministros de una Iglesia de “puertas abiertas”, pronta a acoger, compadecerse, consolar, vendar heridas.
Al mismo tiempo, debemos procurar ser una Iglesia “en salida”, pronta a llevar la buena noticia de un año de gracia del Señor, de la libertad de la esclavitud del pecado, de la sanación de todas nuestras heridas, en definitiva, la buena noticia de la esperanza y la alegría que se fundan en el amor sin vueltas de Dios, manifestado en Jesús salvador.
Este desafío de ser una Iglesia “de puertas abiertas” y “en salida” tiene una especial actualidad. Como obispo de esta Arquidiócesis, queridos hermanos sacerdotes y diáconos, quiero una vez más, expresarles mi reconocimiento y admiración por el trabajo constante en favor de las comunidades a ustedes confiadas. Por otra parte, en este tiempo de pandemia, debo afirmar, que ese reconocimiento y admiración se ha visto redoblado al constatar la compasión con que se han ocupado y preocupado por los más solos, frágiles o necesitados.
Valoro, grandemente, todo lo realizado para mantener el contacto con las comunidades y aun con cada persona a través de los medios que nos brindan las nuevas tecnologías, con mensajes de esperanza y de aliento, animando celebraciones litúrgicas y momentos de oración, canalizando la ayuda de la caridad eclesial hacia los más necesitados. Todo ello, es sin duda alguna un capital que nos enriquece, nos estimula y nos compromete a seguir creciendo.
Como ya he tenido oportunidad de señalar, se aproxima el límite señalado por la Iglesia para mi servicio episcopal. De acuerdo a la normativa canónica, al cumplir 75 años de edad los obispos debemos poner a disposición del Papa nuestra renuncia al oficio pastoral. El Santo Padre, por su parte, decidirá oportunamente al respecto.
Como Iglesia arquidiocesana debemos asumir con naturalidad esta próxima transición. Los pastores pasamos. Todos seguimos a Jesús, que “es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre” (Heb 13, 8), el que nos preside y presidirá siempre.
El Papa Francisco ha instituido este año como un año dedicado especialmente a San José, patrono de la Iglesia. San Francisco de Sales, en el “Tratado del amor de Dios”, hablando de San José señala que habiendo cumplido su servicio, prácticamente “pide permiso” para retirarse de la escena de este mundo (cfr. TAD, VII, 13).
Manteniendo mi disponibilidad a lo que el Santo Padre decida, quiero inspirarme en esta sugerencia de San Francisco de Sales.
Debemos acoger con fe y desde la fe al obispo que sea elegido para sucederme, y disponernos a acompañarlo y a colaborar con él con nuestra sincera adhesión, oración por él y generosa cooperación.
Por mi parte, renuevo mi disponibilidad para lo que el Santo Padre determine y los invito a que afrontemos con empeño y generosidad los desafíos propios de este tiempo de pandemia y de lo que esperamos será la post-pandemia. Nos ayudará a ello “tener la mirada fija en Jesús” como los asistentes a la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 20; cfr. Heb 12, 2), y en Él y desde Él abocarnos a la tarea de acompañar, consolar, sanar y ayudar a nuestros hermanos.
Lo importante, ahora, después y en definitiva siempre, será hacerlo todos juntos, sin celos, rivalidades, espíritu de competencia; y sin albergar en nuestros corazones ningún anhelo o deseo de poder.
Una existencia sacerdotal plena, alegre, feliz, verdaderamente fraternal, es el mejor incentivo para futuras vocaciones al sacerdocio. No dejemos de aportar con generosidad nuestro testimonio y preocupación al respecto en este tema, tan necesario para nuestra Iglesia local.
Este año, en razón de la pandemia, en la Misa de la cena, se ha suprimido la representación del lavatorio de los pies. La zona pastoral uno de la ciudad ha sugerido un gesto, que Cáritas arquidiocesana ha asumido: lavar los pies de nuestros hermanos ofreciendo la contribución de un alimento no perecedero para asistir a las familias y a los hermanos más necesitados. Es una iniciativa valiosa que es un modo también de servir y vendar los corazones heridos de nuestros hermanos, llevándoles el alivio de la caridad que brota del Corazón de Jesús.
Nos encomendamos a la intercesión de quien con su ejemplo nos anima a ser sacerdotes misericordiosos, serviciales y fieles: nuestro patrono San José Gabriel del Rosario Brochero.
Pedimos también la intercesión de San José, el esposo de María Santísima, que junto a Ella nos acerquen cada vez a Jesús Buen Pastor y nos animen a encarnar sus sentimientos.
A todos les deseo un trabajo fecundo en este triduo pascual que estamos por comenzar y les auguro una muy feliz pascua, llena de las bendiciones de Dios nuestro Señor.
¡Que así sea!
+ Carlos José Ñáñez
Arzobispo de Córdoba
Fuente: Arquidiócesis de Córdoba