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Iglesia, pobres y pobreza

1. Iglesia pobre, Iglesia con los pobres, Iglesia de los pobres e Iglesia para los pobres:  diversos rostros de la Iglesia

Eduardo Casas

           La opción del Papa Francisco por una Iglesia pobre[1] nos debe hacer caer en la cuenta que también nosotros, de muchas maneras, en lo más profundo de nuestro ser, somos pobres. A menudo en nuestra actitud pastoral y misionera pensamos que los pobres son los destinatarios de nuestra acción evangelizadora. En verdad, la mayoría de las veces somos nosotros los destinatarios de aprendizajes en común. Todos somos interlocutores en la Iglesia y en la sociedad. Interactuemos en un mutuo intercambio.

La Iglesia pobre -con los pobres, de los pobres y para los pobres- no solamente concierne a cada uno y a la vida de todas las comunidades creyentes, es también un desafío de conversión pastoral para la Institución eclesial, su imagen, su testimonio, su forma de gestionar, su manera de ejercer la autoridad, su transparencia, viabilidad y sustentabilidad en sus acciones y proyectos pastorales, sus recursos materiales y humanos, etc.

Los pobres pertenecen plenamente a la Iglesia por derecho evangélico; “son los destinatarios privilegiados del Evangelio” (EG 48). Tienen un verdadero potencial humano, social y evangelizador propio. Hay que integrarlos para que sean parte de la solución de los problemas sociales que nos afectan a todos, especialmente a ellos. Los pobres nos cuestionan e interpelan a una profunda conversión personal y eclesial de actitudes y comportamientos personales y comunitarios, así como de estructuras y de métodos pastorales.

No solamente hay que estar cerca y compartir con los pobres sino, además, es necesario integrarlos a todos nuestros ámbitos eclesiales, propiciando proyectos y acciones de economía de comunión y de economía solidaria que los integre cada vez más cabalmente y donde ellos puedan gestionar sus propias acciones a partir de sus propios recursos o de los recursos comunitarios.

El amor preferencial por los pobres supone el anuncio, el testimonio y la denuncia de aquellas situaciones que vulneren sus derechos. Hay que proteger y velar por los intereses de los más postergados. No hay que minusvalorizar la presencia, la experiencia, la sabiduría, el discernimiento y el aporte que hacen. Hay que integrarlos a los procesos comunitarios que existen, dándoles visibilidad, voz y participación. No pueden estar ausentes.

Una comunidad creyente que invisibiliza a sus pobres no puede considerarse tal. No son miembros pasivos. No hay que pensar que son meramente los destinatarios de nuestra acción evangelizadora o solidaria, de nuestra caridad social o de nuestra solidaridad. Hay que asumirlos en condiciones de igualdad en su rol de interlocutores pastorales. No situarnos en superioridad de condiciones. También nosotros somos destinatarios de ellos en nuestros aprendizajes de vida y de fe. Son nuestros hermanos de comunidad e interlocutores con quienes interactuamos en un mutuo intercambio social, pastoral y espiritual.

Deben considerarse integrantes activos de nuestras comunidades, participando en el discernimiento, en la gestión, en la ejecución y en la evaluación de los procesos comunitarios y pastorales. Son co-protagonistas junto a todos los otros miembros de la comunidad. Deben estar insertos real y activamente. No se puede resolver el problema de la pobreza sin la participación y la opinión de los más afectados. Ellos son los primeros protagonistas; los auténticos artífices de sus vidas, de su visibilidad y de su potencialidad social. Nosotros sus aliados, defensores, compañeros de camino y hermanos de una misma comunidad.

           La praxis eclesial con y desde los pobres, debe hacerse desde el respeto, conocimiento, la experiencia, la cercanía, el amor y sobre todo desde una profunda conciencia de igualdad. La Iglesia es protectora y emancipadora de los pobres. Debe formarlos en su conciencia ciudadano-social y en su participación eclesial. Ellos nos enseñan a anunciar el Evangelio. Sus palabras y sus testimonios son aportes cualificados. Muchas realidades de la Iglesia y de nuestras comunidades cambiarían si participaran más los pobres y si le diéramos mayor injerencia e intervención en los procesos comunitarios y pastorales. Si nosotros no sabemos cómo hacerlo es porque tenemos que hacerlo con ellos, ya que ellos mismos son, entre sí, sus mejores evangelizadores.

Es preciso que los organismos eclesiales y los servicios pastorales partan de los pobres. Ellos conocen las penurias y las alegrías de sus pares. Son interlocutores preferenciales para la Iglesia y privilegiados del Señor, signos de aquella pequeñez que debemos alcanzar a los ojos de Dios. Siempre debemos crecer más en nuestra apreciación positiva para con los pobres. La sociedad nos enseña todo lo contrario. Nos impulsa a excluirlos y a no considerarlos, incluso a despreciarlos. Esto no es humano, ni evangélico. Nuestra existencia cristiana debe dejarse afectar y configurar por los pobres y por los sufrientes al modo de Jesús.

Los pobres nos enseñan a todos, sobre todo si viven, con fe, sus situaciones de carencias. Nosotros debemos considerarnos beneficiarios de su anuncio y de su testimonio, y vernos a nosotros, en primer lugar, como una periferia existencial que necesita también ser evangelizada.

No hay que pactar con la instrumentalización ideológica y/o política de los más pobres y necesitados. Sólo la inclusión, la integración social y la educación son la solución de la pobreza.

2. Los pobres, interlocutores preferenciales y privilegiados del Evangelio

Sabemos que “el corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo se hizo pobre” (EG 197). Es por eso que frente al escenario de la pobreza estructural y de la pobreza emergente nacida de la desigualdad distributiva de la riqueza común y de la corrupción socio-política instalada, a los creyentes resuenan de manera particular aquellas palabras de Jesús: “A los pobres siempre los tendrán con ustedes” (Mt 26,11; Jn 12, 8). ¿Qué significa que “estarán siempre”?; ¿la pobreza estructural y la pobreza coyuntural nunca desaparecerán?; ¿acaso no debemos soñar una sociedad con menos pobreza y con menos pobres?

Jesús pronuncia esa frase en dos textos evangélicos ubicados en el contexto de la fiesta de Pascua donde entregará su vida.[2] En el Evangelio de Mateo acontece dos días antes de la Pascua.[3] Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo deciden darle muerte. La escena central transcurre en el pueblo de Betania, en la casa de un tal Simón cuando entra una mujer con un perfume valioso y unge la cabeza del Señor. Los discípulos, indignados por el derroche, protestan deseando vender el perfume para dar el dinero a los pobres.

En el Evangelio de Juan, el hecho es seis días antes de Pascua[4], en el pueblo Betania donde Jesús había resucitado a su amigo Lázaro con un milagro que es signo anticipatorio de su propia resurrección. Allí una mujer derrama el perfume en los pies de Jesús y los seca con su cabello. En el texto de Mateo el perfume cubre la cabeza. En el texto de Juan se derrame en los pies. De la cabeza a los pies, ambos Evangelios revelan al Señor como Ungido. El perfume es la unción que manifiesta su mesianismo y anticipa su Pascua.

Por su parte, Judas Iscariote, quien administra el dinero de la comunidad de los discípulos de Jesús -el texto dice que “llevaba la bolsa y que robaba lo que se ponía en ella” (Jn 12,6)- es quien murmura. Su discurso es a favor de los pobres, aunque él mismo roba a su propia comunidad. La mentira y el robo proclaman sólo de palabra el mejor alegato para la defensa de los derechos de los pobres.

En ambos Evangelios el Señor responde que el derrame del perfume es anticipatorio de la unción ritual para su sepultura, tal como acostumbraban los judíos.[5] Es en ese contexto donde Jesús afirma que a los pobres “siempre los tendrán”. Une la permanencia de los pobres con el gesto de la mujer. Ambos son su continua presencia pascual. Los pobres y el gesto humilde de una mujer son la mejor proclamación de su Pascua. De hecho une el anuncio del Evangelio al gesto de devoción y de reconocimiento de la mujer: “les aseguro que allí donde se proclame esta Buena Noticia en todo el mundo, se contará también, en su memoria, lo que ella hizo» (Mt 26,13).

El gesto de amor y los pobres son el memorial continuo de la Pascua del Señor. Aunque se erradicara algún día la pobreza de todo el mundo, aquellos que en su corazón sean pobres manifestarán, por siempre, la presencia pascual de Jesús entre nosotros.

 

[1] Cf. EG 53-60, 197-291

[2] cf. Mt 26,1-13; Jn 12,1-8

[3] cf. Mt 26, 2

[4] cf. Jn 12, 1

[5] cf. Jn 20,39-40