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Editorial JAEC / Junio

La sinodalidad propone una deconstrucción y una construcción

Por Eduardo Casas

 

  1. La deconstrucción del poder piramidal

 

La sinodalidad explícitamente deconstruye el modelo piramidal, jerarquizado, centralizado y monopólico. Esto quiere decir que pone su atención en la configuración eclesial histórica del poder concentrado. Deconstruye así una forma de administrar el poder, desestructurando su esquema piramidal y construyendo otro modo más humano y evangélico; posibilitando la recreación del vínculo de comunión desde la horizontalidad de la fraternidad bautismal, haciéndonos pueblo peregrino.

 

Al invertir la pirámide (esta es una imagen muy audaz y revolucionaria del Papa Francisco), la sinodalidad se genera desde las bases, criticando la lógica piramidal de prácticas y de gestiones eclesiales sostenidas desde relaciones de superioridad, subordinación, sometimiento y dependencia; estimulando -por el contrario- un liderazgo sinodal y colaborativo.

 

La sinodalidad es una fuerte crítica a los modos de poder unipersonal, a la autoridad autorreferencial, a las gestiones monárquicas, a la centralización de las decisiones, a la patología del clericalismo y a todo abuso de poder en cualquier de sus formas. Es un retorno a la mística del lavatorio de los pies donde el poder viene desde abajo, transfigurado en servicio. Mientras que el poder humano reafirma el yo como ego; la sinodalidad descentraliza el “yo” en el “nosotros”.

 

Por eso conviene pensar la sinodalidad desde diversos modos eclesiales, ya que no es unívoca. Hay pluralidad de sinodalidades en la Iglesia. No hay una sola manera de pensar y de vivir esta experiencia eclesial. De cualquier manera, todas las formas de sinodalidad desestructuran el imperio del esquema piramidal.

 

Esto no significa una “democratización” del Pueblo de Dios, o una “secularización” intra-eclesial, sino que, en la sinodalidad, lo primero es la simetría (somos todos hijos de Dios, hermanos y discípulos) y luego vienen todas las diferenciaciones y las asimetrías.

 

La sinodalidad nos hace caminar horizontalmente desde la simetría a la asimetría y, no al revés, como lo hace descendentemente la configuración piramidal.  La sinodalidad no es un nuevo camino, sino una nueva dirección: de la simetría a la asimetría para luego volver nuevamente a la simetría. La tensión entre la unidad y la diversidad queda resuelta en la sinodalidad: comunión en la unidad fundante del Pueblo de Dios y distinción en el rol que cada uno asume para la misión común y compartida.

 

  1. La construcción del discernimiento comunitario

 

La Iglesia sinodal no ve para caminar, sino que camina para ver. Haciendo el camino está abierta al Espíritu mediante el discernimiento comunitario. El discernimiento personal o comunitario no son dos formas esencialmente distintas de discernimiento. Se distinguen sólo en el modo.

 

El discernimiento comunitario existe desde los orígenes de la Iglesia (cfr. Hch 15,6-33). No consiste en la elaboración de consensos o acuerdos. No es una competencia, ni una negociación de intereses. No es el pacto de la mayoría prevalente. Es un ejercicio humilde de escucha y de apertura en comunidad a la voluntad de Dios a través de las mediaciones de la Iglesia. Por lo mismo, no constituye un simple instrumento o una herramienta metodológica, sino que consiste en un don común que Dios otorga, en la práctica eclesial de todo el cuerpo, para escuchar la voz del Espíritu que se hace voz sinodal, voz del pueblo, voz del camino común. No se trata de andar solos, sino de escuchar la voz de la comunidad en camino. La voz del pueblo se escucha más fácilmente en una Iglesia sinodal que una Iglesia piramidal.

 

En el discernimiento comunitario se da también la simetría y la asimetría, ya que nos escuchamos y participamos todos (dimensión simétrica), y luego -cuando se llega al nivel operativo de la decisión- cada uno la ejecuta desde su propio rol y función dentro de la comunidad (dimensión asimétrica).

 

Lo que garantiza la decisión tomada es haberla construido simétricamente. En esto consiste la legitimidad del discernimiento sinodal, el cual requiere de los tres momentos del método teológico-pastoral “ver, juzgar y obrar” que nos permiten pasar de la escucha receptiva al ejecutar operativo. Toda decisión común generalmente confronta con “zonas de confort” y con resistencias a los cambios. Es parte del discernimiento.

 

Vivimos eclesialmente el presente de un kairós desafiante. No un kairós primaveral de efervescencia en el Espíritu, un nuevo Pentecostés, sino un kairós contracultural y martirial de “profecía sinodal”.  Nadie tiene totalmente las respuestas para la complejidad de situaciones actuales. Hay que discernirlas desde la integración de las diversas miradas, recogiendo todas las voces.

 

Las reglas de discernimiento que se aplican a nivel personal, analógicamente hay que aplicarlas en el nivel comunitario y sinodal. Las reglas de discernimiento no cambian porque el sujeto sea una persona o una comunidad. Son las mismas porque es el mismo sujeto eclesial (ya sea en una persona, o en una comunidad) y porque es el mismo camino creyente, y el mismo Espíritu el que guía. No hay un discernimiento para la persona, y otro para la comunidad: no hay reglas para uno, distintas de las reglas para todos. Lo que cambia es el dinamismo -porque una cosa es caminar solo, y otra cosa es caminar con otros- cambia también la aplicación metodológica de las reglas del discernimiento, aunque las reglas son las mismas, y el don del discernimiento sigue siendo uno solo.