Eduardo Casas
El Día internacional de la mujer (8 de marzo) nos ha dado ocasión de reflexionar, como creyentes, en el lugar y la misión que tiene la mujer en la Iglesia. En todas las religiones tradicionales debido a su origen en la cultura antigua, el lugar de la mujer era totalmente secundario. Si bien Jesús tuvo con la mujer un trato social y religiosamente distinto -ya que tuvo discípulas mujeres (cosa inusual entre los rabinos de su tiempo) y confió lo más importante de la misión eclesial, el anuncio de la resurrección, a las mujeres- sin embargo, el Señor no fue, en su época, un representante de la “religión oficial e institucional”, precisamente constituyó todo lo contrario. Un innovador y transgresor que pagó, con su vida, la proclamación de su mensaje innovador.
La Iglesia -en el trato para con la mujer- definitivamente debe dejar el peso de una herencia de misoginia, descalificación, maltrato, sometimiento, dependencia, discriminación religiosa y manipulación de la cual, lamentablemente, la larga historia eclesial es testigo. Es cierto que también, desde temprano, la Iglesia canonizó a muchas mujeres y las ha reconocido por su cualificado aporte en la coherencia de vida con la fe. No obstante, aún canonizadas, se tuvo que esperar hasta el siglo XX para que fueran, por ejemplo, reconocidas como doctoras de la fe de la Iglesia. Recién en 1970 el papa San Pablo VI confirió el doctorado de la fe a Santa Teresa de Ávila (1515-1582) y a Santa Catalina de Siena (1347-1380). Luego el Papa San Juan Pablo II le dio el mismo título a Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897). El Papa Benedicto XVI, en el año 2012, a Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179) le otorgó también dicho reconocimiento. Lo más curioso es que los 31 doctores de la fe restantes son varones. Se esperaron veinte siglos para que la mujer tuviera esa equiparación dentro de lo más importante que tiene la Iglesia: la doctrina de la fe y su interpretación.
Por otra parte, más allá del doctorado de la fe, la mayoría de las reconocidas personalidades eclesiales -aunque con meritorias y singulares excepciones- fueron y casi siempre son sistemáticamente varones. A lo largo de la historia y de la tradición eclesial, la literatura espiritual incluso de grandes santos de la Iglesia y de importantes teólogos no siempre han reconocido a la mujer y algunos explícitamente la han irónicamente minusvalorizado. Ciertamente este tipo de expresiones hay que ubicarlas en su contexto histórico. No obstante, existen.
Muchas veces en nuestro estilo pastoral, no hace mucho tiempo, a la mujer maltratada por violencia de género cuando iba a la Iglesia se le decía que tenía que “aguantar” para poder así cumplir su misión de esposa y madre. La estrategia del prudente silencio eclesial, asumida por siglos, para resguardar el honor de la Iglesia, ha vuelto a la misma Institución, muchas veces dolorosamente cómplice. Rara vez se propiciaba la denuncia y la justicia.
Hoy la sociedad y el colectivo femenino (salvando cualquier extremismo y fundamentalismo en pro o en contra que nunca ayuda) nos impulsa a reconsiderar que nosotros, como Iglesia, tenemos en el Evangelio, la verdadera fuente de promoción, de equidad y de dignidad humana para todos y todas: “no hay varón, ni mujer. Todos somos uno en Cristo” (Gál 3,28).
La teología actual nos enseña que Dios es Padre y Madre a la vez, y que lo masculino y lo femenino están en la riqueza de su misterio. Además, como dice el Papa Francisco somos “la Iglesia” (gramatical y teológicamente se escribe con género femenino). No somos “el Iglesia”.
La Iglesia –en su dimensión constitutivamente femenina- como afirma la tradición y el magisterio es virgen, esposa y madre y también, como decían los santos padres de la antigüedad, es la casta meretriz, una paradoja que solo lo femenino puede albergar y que muestra la obra de la redención donde se da la integración de aquello que está prostituido de la condición humana y, sin embargo, puede llegar a convertirse en casto por la acción de la gracia.
La Iglesia tiene una deuda ética con las mujeres. No sirve como excusa que afirmemos la presencia mayoritaria de la mujer en las diversas comunidades creyentes. El tema no es el número. No es cuantitativo sino la visibilización y el protagonismo que tiene la mujer en la misión compartida con los varones dentro de la Iglesia porque ciertamente la presencia y el rol de la mujer en una Iglesia donde la gestión está generalmente asumida por varones, por varones célibes y que pertenecen a la jerarquía, las deja en desigualdad de condiciones.
La teología está revisando el concepto de “jerarquía”. No porque la Iglesia deba dejar de ser jerárquica o porque no deba existir el orden sagrado (que, a su vez, tiene una jerarquía: episcopado, presbiterado y diaconado) sino porque el lugar de centralidad y de influencia que ocupa la jerarquía, dentro de la Iglesia debe ser revisado desde el diseño actual de Iglesia sinodal. El concepto de “jerarquía” remite a un orden de mando y, por lo tanto, alude a rango, grado, mando, escalafón, graduación, escala, categoría y clase. La palabra “ministerio”, en cambio -palabra que está siendo cada vez más usada en lugar de jerarquía- es un término pastoral que alude al servicio y no al poder.
Mientras las mujeres sean una mayoría en la Iglesia y sigan siendo tratadas como minoría, tenemos un problema de equidad. No basta la cantidad de mujeres en las celebraciones litúrgicas, en la catequesis, en la pastoral, en las organizaciones de movimientos, parroquias o escuelas. Se necesitan mujeres, con lo mejor de su particular perspectiva de la realidad y de la vida, en lo estructural, en lo organizacional y en lo decisional para incorporarlas en las diversas áreas de la Iglesia: “tenemos que trascender prejuicios y prácticas impregnadas de machismo, clericalismo, subordinación y desigualdad. Algunos consideran que la problemática de la mujer dentro de la Iglesia es un debate acerca del poder. Se necesita una profunda conversión pastoral también en este punto. Si la mujer no se incorpora a los procesos de discernimiento, toma de decisiones, gestiones, planificaciones, ejecuciones y evaluaciones de los procesos que se dan dentro de las estructuras eclesiales, poco se puede adelantar” (Documento de Trabajo del XI Sínodo de Córdoba, IX,1).
Esperemos que sigamos dando pasos por este camino eclesial irrenunciable para estar a la altura de los tiempos históricos, de la sensibilidad y de la autoconciencia socio-cultural y, sobre todo de la propuesta del Evangelio que dignifica y emancipa a todos y a todas. La Iglesia sinodal es también Iglesia inclusiva. Sabemos que la inclusión tiene que respetar fundamentalmente dos derechos básicos: el derecho a la igualdad y el derecho a la diferencia. Seamos, entonces, coherentes con esto.