Eduardo Casas
Todo tiempo litúrgico es un tiempo espiritual. Tiene su color. La cromaticidad espiritual del tiempo litúrgico de la cuaresma es el morado. Color que comparten con el tiempo de Adviento y que, sin embargo, tienen en cada ciclo litúrgico tonalidades diversas. El violeta o morado, es un color que nace como resultado de la mezcla de azul y rojo, dos colores con personalidades muy distintas. El azul es tranquilo, relajado, profundo y sobrio, y el rojo es fuerte, llamativo y extrovertido.
La combinación de ambos colores da el violeta que, en la cuaresma, evoca conversión, penitencia, humildad, recogimiento interior.
Por cuarenta días este color acompaña el culto, recordando los cuarenta días de Jesús en su prolongado retiro en el desierto.[1] El número cuarenta en la Biblia es un número con una carga simbólica muy fuerte, rememora los cuarenta años de peregrinación del pueblo de Israel por el desierto buscando la Tierra Prometida[2] y los cuarenta años comiendo maná en el desierto[3]. Además alude a los cuarenta años de reinado del primer rey de Israel, Saúl[4] y a los otros cuarenta años de reinado del segundo monarca, el Rey David[5]; y a los siguientes cuarenta años del reinado del tercer soberano, el hijo de David, el Rey Salomón[6], entre los acontecimientos más importantes.[7]
De todos estos acontecimientos, los cuarenta días de Jesús condensan los cuarenta años de Israel en el desierto, lugar de peregrinación y de prueba para el Pueblo de Dios. Por las noches del desierto, Dios los acompañaba como una luz. Por el día, su presencia era una columna de nube y por las noches, una columna de fuego.[8] Israel, guardó para siempre en su memoria, que en medio de las solitarias y estrelladas noches del desierto, una luz pasó. Dios los iluminaba con su fulgor. En esos largos días de sol y en esas profundas noches de fulgor, se daba el lento aprendizaje de Israel durante cuarenta años.
La imagen bíblica del desierto que acompaña a todo el tiempo de cuaresma -el desierto del pueblo peregrino de Israel y el desierto de las tentaciones de Jesús- nos permite pensar esa metáfora como un símbolo que nos muestra algo de nuestra época.
Debemos reflexionar sobre los efectos devastadores que ecológicamente propiciamos al ambiente y al hábitat del cual formamos parte. Vamos progresivamente realizando una intensa desertización de algunos lugares, eliminando flora y fauna autóctona y produciendo extinción de especies.
La cuaresma nos invita a pensar que la Creación también necesita purificación. Una purificación que la libre de la acción de la contaminación humana. De la toxicidad y el envenenamiento que hemos infligido a la vida, a las especies animales y vegetales, e incluso a la vida humana. Es necesario una cuaresma ecológica que nos purifique de adentro y de afuera.
Debemos pedir perdón y reconciliación a la Creación. San Francisco de Asís alababa a Dios por todas y cada una de las creaturas. Nosotros debemos pedir perdón a Dios y a todas y a cada una de las creaturas que hemos envenenado: los mares, los ríos, los lagos, la tierra, el desierto, los glaciares, los minerales, las plantas y los animales, la atmósfera. Nos hemos envenenados a nosotros mismos, a nuestros semejantes y a la tierra y los seres que Dios nos había confiado como custodios.
San Francisco de Asís se sentía hermano de cada ser. Nosotros nos hemos enemistados con cada ser. Hemos roto la alianza de la vida. Ya no encontramos una razón de fraternidad en cada ser. Al contrario, nos sentimos tan ajenos a la belleza del mundo que la hemos deteriorado por entero. Necesitamos una cuaresma de purificación y de reconciliación ecológica con el mundo y con el entorno en el cual habitamos. Es preciso recuperar la voz del viento y del mar; el silencio de la montaña y del glaciar; el murmullo del arroyo y el arrullo de las estrellas.
Por otro lado, el desierto es también una metáfora de lo que socio-culturalmente acontece. Se dan múltiples desertizaciones. Los ámbitos humanos se despueblan de vida, de valores y de vínculos, entre otras cosas. Además, también existe una desertización de la fe en un mundo cada vez más secularizado. Muchas comunidades. Muchas vocaciones y muchos templos están cada vez más desiertos y vacíos.
Necesitamos una cuaresma, no solo personal e íntima, sino social y comunitaria. Precisamos una purificación que llegue a lo profundo de nuestro ser social, al entramado destejido de los vínculos y de la amistad social rota por tanto desgarrones de violencia y desencuentro.
Necesitamos no sentirnos tan vacíos teniendo todo. Necesitamos menos para sentirnos más plenos. Es preciso una austeridad social que nos libre del deseo impuro del consumismo y de acumular cosas y no terminar cosificándonos a nosotros mismos. La vida humana pierde su intrínseco valor cuando las personas nos cosificamos. En un mundo excesivamente materializado, terminamos siendo una cosa más, vidas descartables.
Necesitamos una austeridad social que nos permita compartir más. Compartir lo que somos y lo que tenemos. Compartir incluso lo que no siempre tenemos y, sin embargo, deseamos: más tiempo, más amor, más salud, más juventud, más vida, más Dios. Es preciso una cuaresma sanadora y reconciliadora. Una cuaresma humana y humanizante.
[1] cf. Mt 4,1-1; Lc 4,1-13; Mc 1, 12-15.
[2] cf. Nm 32,13; Dt 29,5.
[3] cf. Ex 16, 35.
[4] cf. Hch 13,21.
[5] cf. 1 Re 2,11.
[6] cf. 1 Re 11,42.
[7] Otros hechos ligados a la cifra de cuarenta años: cf. Gn 25, 20; Jc 3,11; Ez 29; 11-13.
[8] cf. Ex 13,17-22.