En la deserción escolar, en el rezago y en la intermitencia en la asistencia, los docentes advierten una tragedia educativa en ciernes.
El creciente riesgo de exclusión social y el consecuente desgranamiento escolar ponen al sistema educativo en la disyuntiva de atender la permanencia en las escuelas estatales como prioridad casi excluyente.
Es que la deserción, el rezago o la intermitencia en la asistencia son hoy el principal problema al que se enfrentan las instituciones en sectores vulnerables. Los docentes advierten allí una tragedia educativa en ciernes, de alto impacto en el desarrollo humano, y piden auxilio para evitar que sus alumnos abandonen para siempre la escuela.
El acceso limitado a la virtualidad en determinados sectores -del que mucho se habla y del que abundan evidencias- y la irrupción de la pandemia, explican una parte de la historia. Pero no toda. Las condiciones de alfabetización familiar, el hacinamiento, el trabajo infantil y la falta de ilusiones y sueños, entre tantas cosas, hacen el resto.
La propuesta oficial de planificación, organización y evaluación, que flexibiliza condiciones y prioriza la permanencia en la escuela sobre todas las cosas, es una declaración explícita del cuadro de situación.
De alguna manera, el Estado busca sincerar la realidad para no poner en los chicos el peso de las dificultades del sistema educativo y la falta de inversión.
Al igual que en 2020, y que en el espíritu de la reforma, este año se realizarán “evaluaciones formativas”, que se corren del modelo meritocrático centrado en los aprendizajes de índole cognitiva, para apostar a un proceso más complejo y más crítico. El dilema, como casi siempre, es la forma.
¿Cómo hacerlo con los miles de estudiantes con trayectorias interrumpidas en el último año y medio? ¿Cómo valorar los aprendizajes y las competencias de quienes no asisten con regularidad? ¿Cómo incentivar a regresar a quienes ya no están?