Fuente: EL País
Mejorar la docencia implica desde reconocer la utilidad de lo que se enseña para el campo laboral, hasta los aspectos más generales de la administración de los sistemas educativos. El objetivo es evitar un incremento en la crisis de aprendizaje
Así se nos aparece muchas veces la educación, un sombrero del cual todos queremos sacar conejos, pero solo ponemos papeletas que dicen “hay que hacer tal o cual cosa”. Luego, no hay conejos, ni magos, ni magia.
Un querido amigo, Juan Carlos Sotuyo, fue director ejecutivo de la Fundación Parque Tecnológico Itaipú de Brasil. Con recursos provenientes de la represa binacional Itaipú, la Fundación realizaba y realiza una importantísima labor en la educación y formación laboral de los jóvenes de Foz de Iguazú.
Si hay inseguridad y violencia, hay que enseñar valores en la escuela; si hay accidentes de tránsito, hay que enseñar seguridad vial… ciudadanía, salud, nutrición saludable, tolerancia, respeto, cuidado del medio ambiente, competencias digitales…
Juan Carlos, acostumbrado a recibir pedidos y solicitudes, tenía un dado en su escritorio que hacía tirar a sus visitas. El dado caía sobre cualquiera de sus lados, siempre con el mismo resultado escrito: todos ponen. No se trata de pedir, sino de construir. Aquí puede intuirse la dirección del argumento. No salen conejos del sombrero con “hayqués”. Salen conejos si ponemos conejos.
La certeza de una educación que padece cierta desconexión con el contexto actual se percibe desde hace tiempo. Ya en 1990, la declaración de la Conferencia Mundial sobre Educación para Todos, celebrada en Jomtien, Tailandia, indicaba que “la educación que hoy se imparte adolece de graves deficiencias, que es menester mejorar su adecuación y su calidad y que debe ponerse al alcance de todos…”.
Mejorar la adecuación de la educación implica reconocer una situación de inadecuación cuya dimensión puede percibirse desde la didáctica en el aula, hasta los aspectos más generales de la administración de los sistemas educativos. Puede definirse, incluso, una situación de persistente crisis de aprendizaje, una de cuyas expresiones más relevantes es la desigualdad.
En el caso particular de la relación entre educación y trabajo, huelgan los diagnósticos respecto a la necesidad de adecuar y actualizar contenidos escolares que den cuenta de la realidad laboral que deberán enfrentar los jóvenes al finalizar la educación secundaria, así como debates especializados sobre habilidades, competencias, saberes, aprendizajes y demás.
El punto de esta breve reflexión es que —nuevamente— echamos las papeletas al sombrero demandando que nos dé conejos. Tal vez la pregunta sobre qué debe hacer la educación para acercarse al mundo del trabajo es incompleta, porque falta considerar qué puede ofrecer el mundo del trabajo a la educación.
Un trabajador sin estudios secundarios completos realiza un curso de electricidad, de mecánica o de plomería… ¿Qué aprende? Unidades de medición, regla de tres, trigonometría, presiones, fluidos, voltajes, una serie de elementos ordenados y sistemáticos puestos en acción en la práctica. ¿Son transferibles esos conocimientos a la educación secundaria? Desde luego.
Adaptar la educación a las necesidades emergentes requiere derribar las paredes reales e invisibles entre niveles, formas y tipos de educación
Pues bien, si uno de estos trabajadores desea finalizar la secundaria para tener su título y continuar con cursos de nivel superior para el ejercicio de profesiones matriculadas (electricidad domiciliaria, instalaciones de gas o refrigeración), ninguno de estos conocimientos previos —aún certificados— son reconocidos por la escuela secundaria. Debe comenzar de cero, como si no supiera nada.
Llámese formación dual, secundaria con oficios o pasantías laborales, de lo que se trata es que todos pongan, es que el mundo del trabajo acerque ese saber hacer, esos contenidos y esos modos de enseñar y que la educación escolar esté dispuesta a recibirlos. Como señaló la Conferencia Internacional sobre Aprendizaje a lo Largo de la Vida, en Corea del Sur en 2011, adaptar la educación a las necesidades emergentes requiere derribar las paredes reales e invisibles entre niveles, formas y tipos de educación.
Ello supone un proceso de cambio cultural, un complejo ensamble curricular, también adecuar la vista de éxitos foráneos a tradiciones más propias —por ejemplo, la de los salesianos en la Patagonia, los jesuitas en el mundo guaraní o las escuelas técnicas de mediados del siglo pasado— a experiencias contemporáneas presentes en la región; supone ir más allá de la escuela a los centros de capacitación de excelencia de sindicatos y empresas; supone que no es solo educación y trabajo, sino también trabajo y educación.
Luego del impacto de la pandemia, de escuelas cerradas, de aprendizajes perdidos, todos debemos poner y también ceder. Para millones de niños, jóvenes y adultos, los diagnósticos y los debates especializados no son suficientes, como tampoco lo son las grandes reformas o reingenierías. Podemos aprovechar aquello que tenemos disponible: sector público y sector privado, docentes e instructores laborales, alumnos y trabajadores, y es tiempo de derribar esas paredes invisibles que separan aquello que merece estar unido. Diversos proyectos en ese sentido que en conjunto con los países de la región llevan adelante organizaciones internacionales como la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) muestran que además de decir, también se puede hacer.