Restan pocos días para finalizar el año lectivo y el clamor por volver a las clases presenciales aturde.
Grandes y chicos saben que esto no ocurrirá este año, pero a todos les urge recuperar los rituales con los que la escuela ordena sus vidas: los horarios, el afecto de los pares y el estímulo de aprender con otros.
Lo perdido durante esta cuarentena no se limita a contenidos pedagógicos, sino a lo que los identifica como escolares: el lenguaje desaforado que usan, las bromas con las que se relajan, los recreos que recrean, los uniformes que uniforman y la alegría de hacer comunidad.
Numerosos chicos se lamentan por extrañar la escuela, sin saber diferenciar si se refieren al aula, a los compañeros, a los docentes o a la cantina. Tal vez al patio, uno de sus “afueras” preferidos, junto con las veredas y los potreros.
Este abrumador 2020, año que acumuló todo el agobio posible, por el descalabro causado y por el descalabro por venir, no verá aulas llenas. Las autoridades educativas se abocan a lo permitido: las ceremonias de egreso, y esos serán los únicos encuentros reales.
Tal vez haya que esperar hasta los primeros meses del año entrante para el retorno. Recién entonces podrán hacer realidad lo que ahora idealizan por lejanía.
Es que la distancia -temporal y física- filtra los recuerdos. Más de ocho meses parecen haber borrado el cansancio por las largas jornadas, las situaciones de acoso escolar, las dificultades para aprender de algunos, las disputas entre muchos y la resistencia a madrugar de tantos.
¿Cuál es la verdadera imagen de esta institución que recuperó valor debido a una larga cuarentena? ¿La anterior a la pandemia, a la que muchos criticaban, o la actual, que se añora e idealiza?
Como toda organización humana, la escuela alterna emociones contrastantes: alegrías y quejas, encuentros y enfrentamientos, diálogos y gritos, logros y también frustraciones. Cada colegio no es sino una maqueta de una sociedad que muestra claroscuros
Entonces importa menos saber cuándo se volverá que a qué escuela regresará cada niño, niña y adolescente.
¿A una estructura que los contiene durante largas horas mientras sus padres están ausentes de los hogares? ¿Al incomparable escenario donde ensayan vínculos personales y crecen entre amigos? ¿Al lugar donde la actividad física ocupa una ínfima porción del tiempo educacional? ¿A dónde reciben su mejor ración de comida diaria? ¿Al sitio dónde aprenden lo que sus progenitores no pueden o no saben enseñar?
La dolorosa experiencia de esta pandemia ofrece la oportunidad para repensar la escuela como el mejor lugar para transitar la infancia y para ejercer el derecho de formarse como ciudadanos.
Un año de aulas vacías ha sido suficiente tiempo como para no repetir errores. Por ello, el regreso a las aulas no debería volver a originar enfermedades infantiles reconocidas: el agotamiento psicofísico debido a las extensas jornadas; el magro tiempo compartido con los padres; sobrepeso por escasa actividad física y recreativa.
Sería deseable que los chicos vuelvan a una escuela que los siga alojando como aprendientes, pero también que contemple lo que hoy todos parecen extrañar: el juego, la creación artística, el compañerismo y la solidaridad.
Fuente: La Voz