Es necesario poner fin a un flagelo que hace que, en el nivel secundario, solo se gradúe el 40% de los alumnos de escuelas públicas y el 70% de las privadas
Todavía a fines del siglo XX, en alguna prueba internacional realizada en el ámbito de la Unesco, los chicos y adolescentes argentinos conseguían en la región la segunda posición en conocimientos básicos detrás de los cubanos. Por entonces Cuba no era menos totalitaria de lo que es hoy, pero contaba con un régimen educativo que no se permitía, y no se permite, las licencias demagógicas del ingreso irrestricto en las universidades públicas como en nuestro país. Ahí anida, anuladas las probanzas de capacidad intelectual trabajada por la concentración perseverante en el estudio, una de las razones por las cuales se gradúa menos del 30 por ciento de los estudiantes matriculados.
La educación pública hace agua por los cuatro costados en la Argentina. Especialmente desde que la pandemia que sufrimos distanció a los alumnos de las aulas y profundizó las desigualdades por hogares privados de la debida contención y con carencias notorias en la conectividad que brindan las nuevas tecnologías. Piénsese que si la pobreza, según índices de fines de 2020, era del 44,7 por ciento, ceñida a los jefes de hogar sin nivel secundario cursado se elevaba a más del 60 por ciento.
Pocos países han sustraído como el nuestro a la juventud de las aulas a pesar de las bajísimas cifras de contagios por Covid en esos espacios. Habrá de convenirse que el Gobierno ha sido en eso coherente con una de las cuarentenas más prolongadas y menos efectivas del mundo, tanto por la intromisión de cuestiones ideológicas como de otras, acaso más condenables, por la frustración de tramitar a tiempo vacunas que habrían salvado vidas y evitado en mayor grado la paralización de la actividad económica.
Ha dicho bien Jaim Etcheverry que “educar es, sobre todo, dar el ejemplo”. Se educa, como enseñaba José Manuel Estrada, con la ejemplaridad de los hechos; y si hay poco de rescatable en un escenario político signado por la corrupción de tantos actores, no es mejor, precisamente, la forma en que estos se comunican con los gobernados. Lo pone de relieve el entrevistado, al señalar la preponderancia de “un lenguaje vulgar y violento de los dirigentes sociales, ejemplos de vacuidad interior y primitivismo argumentativo”.
Nada ha ayudado el sindicalismo docente para impulsar una reversión destinada a potenciar la significación de una educación presencial, de una transmisión directa de conocimientos de maestros y profesores al alumnado. Por añadidura, los efectos de la larga pandemia han probado que la tecnología es de suma utilidad en la educación, pero que se produce, librada la enseñanza a la utilización de esos instrumentos de avanzada, una fatiga contraproducente. Sucede con el Zoom.
Tales consecuencias se hacen sentir doblemente al afectar, como dice Jaim Etcheverry, los procesos indispensables de sociabilización que los jóvenes necesitan.
Compartimos la reflexión del ex-rector de la UBA de que urge dejar la educación fuera de las luchas partidarias. Lograrlo demandará ingentes esfuerzos, como poner en caja a organizaciones sindicales que rifan el futuro de nuestra juventud al impedir a menudo el cumplimiento del calendario escolar: las suma de semanas perdidas en clases descolocan con los años la formación de generaciones de argentinos frente a las de otros países.
En manos de corrientes populistas es cuando la educación corre más riesgo de sectarismo. Basta para saberlo con la lectura del material didáctico que suele entregarse en materias como Historia y Educación Ciudadana, en que priva el culto a la personalidad de personajes autoritarios cuando no dictatoriales, o de aventureros de la política internacional. Una educación en serio, dice Jaim Etcheverry, persigue otros propósitos, como demostrarles a los alumnos que “la única alternativa de liberación personal, de exploración de los propios límites y posibilidades, de acercamiento a lo mejor que ha logrado pensar y hacer el ser humano la ofrece la educación”.
No podemos seguir engañándonos por más tiempo: a la deserción que se produce en la escuela primaria, en el nivel secundario se agrega el dato escalofriante de que solo se gradúa el 40% de los inscriptos en los colegios públicos y el 70% en los colegios privados. Difícilmente se podrían hallar elementos de juicio más rotundos para advertir las razones de una desigualdad que se acentuará de continuarse por este camino.
Por fortuna han aparecido en estos dos ciclos de pavorosas dificultades, con agotamiento moral de chicos y familias, bolsones de reacción ciudadana en demanda de restablecer las bases del derecho estratégico a la educación. Sin vigencia plena de ese derecho no hay porvenir venturoso para la Nación. Celebremos, por lo tanto, que con el nombre de “Padres Organizados” se haya extendido por diversas partes del país el reclamo tan simple, esencial y democrático de educación para los hijos.
Fuente: LA NACION