Eduardo Casas
Cuando una mujer comienza a ser madre y comienza a vivir en la espera del día en que dé a luz. La luz de ese día será la luz de su propio alumbramiento. El parto es un “partirse”. Toda madre es como una “Eucaristía”. Su cuerpo se parte, se reparte y se comparte como alimento para todos sus hijos. Esa “fracción” del cuerpo y del corazón comienza en el mismo acontecimiento del parto de su hijo. El mismo Jesús dice que cuando “la mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo” (Jn 16,21).
El parto es el milagro del comienzo de la vida; sin embargo, es también una imagen que se utiliza para el final de la existencia. La muerte es también otro “parto”. Es un volver a “partirse” y es un volver a “partir”. Cuando una mujer se encuentra de parto, el mundo entero celebra una fiesta.
Además, la relación de cada hijo o hija con su madre es totalmente singular. Una misma madre con distintos hijos tiene también diversos vínculos. Incluso según sea la edad o la etapa que estén transitando, tanto los hijos como las madres, la relación va cambiando. No hay fórmulas, ni manuales. Solo hay permanentes aprendizajes.
En la medida en que pasa el tiempo, uno va apreciando más la vida y le va dando más importancia a los vínculos y afectos, el verdadero “patrimonio” del alma. Las madres son siempre madres y los hijos somos siempre hijos. No importa el lugar en que la vida nos vaya poniendo a uno y a otro.
La madre nos remite a nuestro origen, a nuestra identidad y memoria, a la generación de la vida y su cuidado, al crecimiento y su desvelo, a las múltiples formas de sacrificios con los cuales las madres continúan dando la vida después de haber dado a luz. La madre es el seno, la cuna, el hogar, la escuela. Es el refugio de la vida. Es nuestra tierra original. Nuestro “humus”. Nuestra estrella y brújula.
Las madres revelan un especial amor de Dios y revelan el rostro de un Dios amor especialmente femenino, esponsal, materno, misericordioso, amoroso, tierno, fiel, solidario y compasivo.
La fe nos enseña a contemplar a María, la madre de Jesús, nuestra madre en la gracia. Su maternidad es universal, abarca los cielos y la tierra, los espacios y los tiempos, la memoria y la eternidad. Abraza a todos los seres humanos, sin distinciones de ninguna clase. María es seno universal, fuente de vida.
Alguna vez, la joven de Nazaret, al descubrirse embarazada, comenzó a sentirse madre. Ella, como cualquier madre, aprendió a serlo. María con su mirada nos abraza, con su sonrisa nos cuida, con su manto nos envuelve, con su oración nos protege, con su paz nos inunda, con su fortaleza nos sostiene, con su sabiduría nos ilumina, con su ternura nos bendice, con su misericordia nos ama.
María fue la primera escuela de Jesús, al igual que cualquier madre, la cual es la primera escuela de todo ya que, al venir a este mundo, todos tenemos que aprenderlo todo, empezando por las cosas más cotidianas y domésticas.
La madre es la escuela de todas las otras escuelas que tendremos después en la vida. Ella es la escuela de la vida: la primera y la última. Hay que pasar por muchos años de aulas, libros, exámenes, profesores y títulos para volver a recordar algunas simples enseñanzas de nuestra madre. Actitudes, valores, silencios y testimonios de aquella sabiduría que ninguna graduación logra conseguir. Toda madre es la primera escuela de la vida y la primera escuela de la fe.