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Cenizas de la Cuaresma, cenizas de la Pandemia

Eduardo Casas

Hemos comenzado las actividades educativas en nuestras escuelas conjuntamente con el inicio del tiempo litúrgico de la Cuaresma (palabra derivada de “cuarenta” y de la cual se deriva, a su vez, la palabra “cuarentena” tan mencionada en los primeros meses del aislamiento por el covid 19).

La Cuaresma no es un tiempo “ceniciento” (por más que se nos impongan cenizas); ni tampoco gris, opaco y sombrío que nos recuerda solamente el pecado, la conversión, la purificación, el ayuno, la abstinencia, la penitencia y el sacrificio. Es una gracia que nos invita al re-descubrimiento del amor y de la misericordia de Dios de una manera nueva.  Es un tiempo en el cual, cautivados por el amor del Señor, nuestro corazón puede purificarse y renovarse en la gracia del Espíritu como en una primavera interior. Lejos de ser un tiempo sombrío, es un tiempo profusamente luminoso y esperanzador.

El Papa Francisco dice que “la cuaresma es un viaje de regreso a Dios. Un viaje que implica toda nuestra vida. Todo lo que somos. Es un éxodo. Nuestro viaje de regreso a Dios es posible sólo porque antes se produjo su viaje de ida hacia nosotros. Antes que nosotros fuéramos hacia Él, Él descendió hacia nosotros. Nos ha precedido, ha venido a nuestro encuentro. La cuaresma es un abajamiento humilde. Es entender que la salvación no es una escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacernos pequeños. En este camino, para no perder la dirección, pongámonos ante la cruz de Jesús, la cátedra silenciosa de Dios. Miremos cada día sus llagas, las llagas que Él ha llevado al Cielo y muestra al Padre todos los días en su oración de intercesión. Miremos cada día sus llagas. En esos agujeros reconocemos nuestro vacío, nuestras faltas, las heridas del pecado, los golpes que nos han hecho daño. Sin embargo, precisamente allí vemos que Dios no nos señala con el dedo, sino que abre los brazos de par en par. Sus llagas están abiertas por nosotros y en esas heridas hemos sido sanados (cf. 1 Pe 2,24; Is 53,5). Besémoslas y entenderemos que justamente ahí, en los vacíos más dolorosos de la vida, Dios nos espera con su misericordia infinita. Allí, donde somos más vulnerables, Él viene a nuestro encuentro y nos invita a regresar a Él”.[1]

La ceniza, esa especie de polvo que resulta de quemar diversas sustancias -sobre todo en la liturgia la que resulta de quemar los ramos de olivo y las palmas del domingo de ramos del año anterior- nos recuerda la sentencia primera de Dios, después del pecado de los orígenes de la humanidad: ¡eres polvo y al polvo volverás!” (Gn 3,20).

Esa “ceniza-polvo” es lo que somos: mortalidad, caducidad, fugacidad, debilidad, fragilidad y vulnerabilidad. Incluso -no solo alude a las representaciones de las diversas consecuencias de la muerte en todas las dimensiones humanas (corporal, psicológica, espiritual, existencial y social)- sino que hace referencia al estado de corrupción y descomposición que todo ser mortal tiene después de la muerte. La acción del tiempo o los medios físicos (cremación) nos reducen, literalmente, a cenizas.

El signo de la ceniza, sobre nuestra frente o en nuestras cabezas, es el recordatorio más fuerte de esta sentencia que la humanidad eligió, para sí, libremente al pecar. El pecado, lo único que tiene dentro de sí mismo, es muerte y descomposición (cf. Rm 6,23.)  Después de pecar, sólo quedan las cenizas de nuestra condición.

No obstante, también en la Biblia, aparece la ceniza, con otro sentido, precisamente el opuesto al pecado: el arrepentimiento y la conversión. Cuando el profeta Jonás fue a predicar a Nínive, toda la población (y hasta los animales manifestando la comunión ecológica con la Creación) entra en un profundo arrepentimiento cf. Jn 3,5-10)

Por lo tanto, la ceniza que nos imponen, si bien recuerda nuestra condición creatural efímera y pecadora; también nos indica la gracia del arrepentimiento y de la conversión.

El Papa Francisco, en su mensaje de Cuaresma para este año, recuerda que “el ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La pobreza y  la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante”.[2]

Toda la Cuaresma es dinamismo de gracia que empieza por el arrepentimiento, el perdón y la conversión. Gracias a la llave del arrepentimiento, la Cuaresma es ardor de caridad renovada, hacia Dios y hacia los demás, especialmente atendiendo a los más pobres y sufridos.

En todo este tiempo previo a la Cuaresma de este año, el mundo ha sabido ver, sobre su frente, la cruz impuesta signándonos con la ceniza. Sobre el rostro del mundo entero, y de millones de seres humanos, la ceniza invisible de nuestra extrema vulnerabilidad y mortalidad sigue estando suspendida por los contextos de pandemia. Quiera el Señor que sepamos leer, con humildad, este signo y nos preguntemos. El año pasado, mientras vivíamos la Cuaresma ya el mundo estaba en pandemia. Este año, iniciando una nueva Cuaresma, aún continuamos con este flagelo. Tenemos que tomar con profundidad el mensaje espiritual de este tiempo litúrgico tan rico y bendito.  Que el barbijo en nuestra boca y la ceniza en nuestra frente nos lleven a un verdadero arrepentimiento para re-encontrarnos con el rostro del Dios de toda misericordia, con un mundo más sano y con nuestros hermanos más plenos de vida.

 

[1] Homilía del Santo Padre Francisco. Basílica de San Pedro. Miércoles, 17 de febrero de 2021

http://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2021/documents/papa-francesco_20210217_omelia-ceneri.html

 

[2] cf. Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2021.  «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…» (Mt 20,18). Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad. Roma, 11 de noviembre de 2020.

https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2021/02/12/mens.html