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Más nuestro que el pan casero

Fuente: Prólogo del autor Esteban Felgueras; ex sacerdote salesiano – Tomado por COSUDEC

Cuentan que la noticia de la muerte del cura Brochero ocurrida en 1914 corrió en pocas horas por todos los rincones de la Argentina.

Todo el país sabía que ese cura cordobés, perdido en un pueblo llamado Villa del Tránsito, había construido allí un enorme edificio para que su gente hiciera la práctica religiosa llamada “Ejercicios Espirituales”. Miles de metros cuadrados cubiertos, paredes confeccionadas con ladrillos cocidos (en la misma plaza, frente a la casa de ejercicios), dos mil postes de álamo para sostener los techos: todo eso levantado con el trabajo del cura y de la gente, acarreando troncos con mulas y fabricando ladrillos frente a la Iglesia. Nadie que no sea un líder carismático puede motivar al pueblo para realizar semejante esfuerzo.

Más increíble aún resulta constatar que Brochero lograba juntar hasta 900 hombres para encerrarlos durante nueve días en esa casa, escuchando cuatro largos sermones diarios y azotándose en la iglesia a la tarde, práctica religiosa que actualmente nos cuesta entender. No hay que engañarse: hoy en día los retiros espirituales son casi exclusivamente patrimonio de la clase media. Por eso resulta increíble que Brochero consiguiera convencer a serranos hoscos, malandras y analfabetos para que realizaran la esa experiencia de conversión a Dios.

Al mismo tiempo el cura se preocupaba por la promoción de la zona. Con sus propios brazos y la colaboración de la gente trazó el camino del oeste cordobés, que une Soto con Villa Dolores. Se interesó también en los sistemas de riesgo e impulsó producciones locales que podrían dar fuentes de trabajo y de ingresos a los pobladores. En los últimos años de su vida, el ferrocarril que uniera los pueblos de la zona se convirtió en su idea fija, que nunca se vio realizada.

Lo dicho basta y sobra para demostrar que el santo cura Brochero es una figura relevante en el panorama argentino de la segunda mitad del siglo 19 y comienzos del 20. Pero queda en pie un interrogante: ¿fue un santo?

Para poder dar respuesta a esta pregunta, hay que dejar de lado la imagen que habitualmente nos hacemos de los santos. Se suele pensar que el hombre de Dios es aquel que se mortifica duramente, que es austero hasta el rigor en la comida. Y nos encontramos con que el santo cura Brochero fumaba mucho, decía palabras fuertes, le gustaba la buena comida; y cuando, ya enfermo de lepra, el obispo le pidió la renuncia a su cargo de párroco, el costó mucho mandarla. ¿Dónde está el santo entonces?

El santo está en la disponibilidad total que tenía para atender a los requerimientos de su pueblo. Está en la sonrisa y el permanente buen humor que contagiaba a la gente que lo trataba.

El santo está en la pobreza y desprendimiento en que vivió siempre. Un cordobés lo llamó “clavel del aire”, porque del aire parecía vivir. Un día volvió sin el pan que había ido a comprar, y le dijo a un sacerdote que lo esperaba: “Le di la plata a un amigo pobre. Total, nosotros tenemos ese pedazo de carne”.

El santo está en su trasero incurablemente llagado por tantos kilómetros recorridos a lomo de mula. Y está, sobre todo, en su enfermedad y su muerte.

Pero no es cuestión de contar toda la historia en el prólogo… Siga adelante, lector; y cuando termine, usted dirá si José Gabriel Brochero fue un santo o no.