Nuestro Arzobispo Mons. Carlos José Ñáñez haciéndose eco de la invitación de la COnferencia Episcopal Argentina, celebró la Santa Misa en la Parroquia Nuestra Señora de Luján y San Fermín este 8 de marzo, bajo el lema “Sí a la Mujeres, Sí a la Vida”
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos adentrándonos en el camino de la cuaresma, tiempo de gracia que nos prepara para la celebración gozosa del misterio pascual de Jesús.
El acontecimiento que nos presenta el evangelio que acabamos de escuchar, está en íntima relación con ese misterio. En efecto, por un instante en la humanidad del Señor resplandece la gloria que le cabe como Hijo único de Dios y como Mesías y salvador de todos los hombres.
El “escándalo” de la cruz que los discípulos deberán afrontar en los días de la pasión y muerte de Jesús acabará en el triunfo de su gloriosa resurrección. La fe de sus discípulos, gracias al episodio de la transfiguración, se ve así sostenida y confortada.
El mensaje de san Pablo es semejante al evangelio. El apóstol invita a su discípulo y amigo Timoteo a afrontar las exigencias del testimonio y del anuncio del evangelio, en la certeza de ser confortados por la gracia de Dios y en la seguridad del triunfo definitivo de Jesucristo, Señor de la vida.
Pero, nuestra celebración eucarística dominical tiene hoy un matiz particular: queremos asociarnos a la iniciativa de la Conferencia Episcopal Argentina que ha convocado a la celebración de la Santa Misa en Luján por la mujer en su día, y por la vida.
Hemos elegido esta parroquia del barrio Los Paraísos de nuestra ciudad porque precisamente está dedicada a Nuestra Señora de Luján y porque la imagen que se venera en ella fue traída en su momento desde aquel santuario nacional.
Nuestro propósito es poner de relieve, una vez más y junto a la Iglesia que peregrina en Argentina, la dignidad de toda mujer y la originalidad y peculiaridad de su condición. Al hacerlo no nos mueve ninguna intención de polemizar con nadie y mucho menos de discriminar a nadie.
La Palabra de Dios nos enseña, en el primer libro de la Biblia, que la mujer, como el varón, ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza y, por ello, con una dignidad casi infinita.
La mujer también está dotada, por designio divino, de una capacidad especial para descubrir, valorar, transmitir y enseñar la bondad, la belleza y especialmente la ternura.
Ciertamente el varón debe cultivar también estas actitudes que en él adquieren un “modo masculino”, pero también es cierto que es la mujer quien despierta, por así decir, y enseña el aprecio por ellas.
Todo lo que la Palabra de Dios dice y enseña suscita en quien recibe cordialmente su mensaje, admiración, respeto y alegría verdadera, como la que experimenta Adán cuando Dios le presenta a Eva.
Pero es en el evangelio de Jesús en donde descubrimos la plenitud de esa enseñanza divina, fundamentalmente en sus gestos y en sus palabras.
A pesar de las costumbres y de los condicionamientos de su época, el Señor acepta y asocia a las mujeres como colaboradoras y discípulas suyas. Además, el Señor las trata siempre con respeto, las atiende con mucha delicadeza, las ayuda en sus necesidades y tiene para con ellas, cualquiera sea su condición, una enorme ternura.
En la historia de la humanidad y también de la Iglesia misma no siempre se ha reconocido suficientemente ni se ha destacado la dignidad y la peculiaridad de la condición femenina.
Por ese motivo, en la proximidad de la celebración del gran Jubileo de la redención, el Papa san Juan Pablo II en nombre de la Iglesia pidió perdón por las desconsideraciones y discriminaciones de que fueron objeto las mujeres en el seno de la comunidad eclesial.
El mismo Papa, siguiendo las huellas de su antecesor san Juan XXIII y del mismo Concilio Vaticano II dio a luz dos escritos importantes: la carta apostólica “Mulieris dignitatem”, del 15 de agosto de 1988, sobre la dignidad y la vocación de la mujer, con ocasión del año mariano y la “Carta a las Mujeres” del 29 de junio de 1995, con ocasión de la realización de la cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Beijing.
En el momento actual, de la mano del Papa Francisco, la Iglesia está profundizando el proceso de reconocimiento cada vez más neto de la mujer en la Iglesia y encontrando y desarrollando caminos para su efectiva participación.
Entre nosotros, en el continente latinoamericano, tenemos que destacar la presencia y la colaboración constante y generosa de la mujer en la obra evangelizadora desde sus comienzos y particularmente en los momentos más difíciles. Por todo ello no cabe sino una inmensa gratitud.
Mi antecesor, el Cardenal Primatesta, destacaba que durante el proceso de la independencia y de la organización nacional, en la ausencia de obispos en el país y en la escasez de sacerdotes, la fe se había conservado y transmitido gracias a la devoción mariana y a la obra incansable de tantas madres y abuelas que habían transmitido ese precioso don a sus esposos, a sus hijos y nietos.
A propósito, es muy digna de ser especialmente recordada y admirada la obra evangelizadora de la Beata María Antonia de Paz y Figueroa, la Mama Antula, discípula y misionera de Jesús, entusiasta e incansable desde Jujuy hasta Montevideo.
Ciertamente el proceso eclesial del reconocimiento del lugar de la mujer y su participación en la comunidad está en curso de concreción y demandará paciencia y constancia para llevarlo adelante y profundizarlo.
Otro tanto demandará el proceso en el ámbito de la sociedad, superando prejuicios y actitudes del “machismo” que tanto daño causan al reconocimiento de la dignidad y del lugar de la mujer en la sociedad y en la Iglesia misma.
Si estos procesos demandan paciencia y constancia, se los debe llevar adelante sin embargo con convicción, con firmeza y al mismo tiempo sin animosidad, sin virulencia y sin propiciar enfrentamientos estériles.
En esta Eucaristía queremos reafirmar también, y de modo especial, la necesidad de cuidar la vida, especialmente en las presentes circunstancias de nuestra Patria. Ciertamente, es una responsabilidad de todos, autoridades y ciudadanos, en la sociedad civil; y una responsabilidad de los pastores y de los fieles en el ámbito de la comunidad eclesial.
En este cometido de la protección y del cuidado de la vida, la mujer tiene una sensibilidad peculiar. Tiene “el sentido de la cuna”, como decía el mensaje del Concilio Vaticano II a las mujeres.
Toda mujer, soltera, en pareja, casada, consagrada lleva en su corazón el sentido de la maternidad y del cuidado de la vida, especialmente de la vida frágil e indefensa: del niño por nacer, de los discapacitados, de los enfermos, de las víctimas de abusos, atropellos, trata, adicciones, esclavitudes y de discriminaciones de todo tipo.
Conscientes de la riqueza de esta sensibilidad de la mujer en favor de la humanidad, pedimos al Señor que todas las mujeres la conserven, la acrecienten, la transmitan como un tesoro que humaniza, despertando al mismo tiempo en todas las personas, varones y mujeres, el sentido de la delicadeza, que no hay que confundir con mojigatería, el sentido de la ternura que hace la vida llevadera, y el sentido de la belleza que alegra la vida.
Estamos en esta comunidad que honra especialmente a María Santísima. La piedad de la Iglesia la llama “la toda hermosa”, la “tota pulchra”. A ella le encomendamos las mujeres de todo el mundo y especialmente las mujeres de nuestra Patria, de nuestra Córdoba.
A ella, que es la Patrona de la Argentina, en el ámbito del Año Mariano nacional, le encomendamos también a nuestra Patria en los momentos difíciles que atraviesa y le pedimos para todos, autoridades, representantes y ciudadanos, la fortaleza para decir siempre sí a la dignidad de toda mujer y para defender y proteger toda vida, especialmente la de los menos favorecidos, y toda la vida desde su concepción hasta su fin natural. Que así sea.
+ Carlos José Ñáñez
Arzobispo de Córdoba